lunes, 21 de junio de 2010

En olor de santidad - Reliquias y monasterios en el norte de Zamora en la Edad Media

Lipsanoteca de Santa Marta de Tera

Uno de los aspectos más peculiares de la religiosidad medieval, dado el alto grado de fanatismo alcanzado, fue el culto a las reliquias, indisolublemente ligado en los reinos peninsulares al culto a los santos. Dentro de ellos, eran los mártires de la Iglesia, por su condición de hijos ilustres de la comunidad cristiana, los que gozaron de una mayor veneración. La posesión de los despojos de alguno de ellos, aunque fuera en una mínima parte, era una garantía de prestigio para cualquier centro religioso y motivo de devoción y peregrinación por parte de cualquier visitante de los tesoros de los templos.

Las reliquias tenían por otra parte para los coetáneos reconocidas virtudes taumatúrgicas, no exentas de un cierto componente morboso y extravagante. Su simple contemplación o aproximación física proporcionaba un contacto más directo con la divinidad y garantizaba su influjo espiritual, siempre que se cumplieran unos ritos preestablecidos. También tenían esta misma condición milagrosa determinadas imágenes o representaciones de estos mismos santos veneradas en los santuarios.

Uno de los casos mejor documentados en nuestra región es el del monasterio de Santa Marta de Tera. Citado en las fuentes desde el año 979, había sido fundado a orillas del río Tera en honor de la patrona de Astorga, probablemente a principios del siglo X. Un documento de 1033 nos da a entender que se rendía culto aquí también al Salvador, Santa María, San Miguel Arcángel, Santiago, San Andrés y San Mateo. Algunos años después, en 1063, el monasterio fue donado solemnemente por Fernando I al obispo de Astorga, Ordoño, en recompensa y agradecimiento por haber traído a tierras cristianas unas de las reliquias más esperadas en el reino de León: las de Isidoro de Sevilla.

En relación con estas devociones hay que poner un conjunto de tres lipsanotecas o cajitas de madera para la custodia de reliquias. Dadas a conocer hace algunos años por Ángel Panizo, a su interés testimonial hay que añadir la información que proporcionan sobre la evolución del santoral hispano. Las cajitas se acompañan de sus correspondientes auténticas, donde se incluye la relación de reliquias depositadas.

Es en 1115 cuando comenzamos a tener evidencias de la llegada a este lugar de pauperes, a los que se hospeda en las dependencias monásticas. La noticia coincide precisamente con una alusión a la presencia del apóstol Santiago entre los santos objeto de veneración dentro de sus muros. Otro documento de 1122 nos sugiere que este culto al Apóstol estaba directamente relacionado con la custodia de alguna de sus reliquias, junto a las de la santa titular y las de otros santos no especificados. Flórez nos da a entender que los restos de la virgen y mártir fueron trasladados desde Astorga en algún momento hasta su monasterio de la ribera del Tera.

Pero es un diploma de Alfonso VII el que nos aporta una visión mucho más completa del tipo de actividades desarrolladas en este santuario. Su redacción arroja algunas dudas sobre su autenticidad debido a su peculiar estructura y su pobre nómina de confirmantes, pero ilustra perfectamente sobre el ambiente de fervor religioso existente por estos años.

En el largo preámbulo del documento, fechado en 1129, el monarca enumera los múltiples milagros obrados en el santuario por intercesión de la santa mártir, cuyo conocimiento motivó un probable viaje, tal vez en peregrinación, hasta las riberas del Tera aquejado de una grave enfermedad: ".. audiens magna miracula et multas virtutes, quas Deus fecit necnon et facit per virginem et martyrem suam beatissimam Martham quod in ecclesia sua reddit dominus caecis visum, surdis auditum, claudicantibus gressum, mancos curat, infirmos sanat, leprosos mundat, daemones ab oppresis corporibus fugat, et etiam ligatos a vinculis ferreis ubicumque fierint ligati liberat".

El párrafo recuerda en gran medida a las virtudes curativas atribuidas al apóstol Santiago en su santuario de Galicia. Respecto al poder curativo del Santo la tradición popular afirmaba que devolvía "la vista a los ciegos, oído a los sordos, palabras a los mudos, la vida a los muertos...". También tiene relación el relato con los numerosos milagros obrados por su intercesión en el Camino, recogidos por ejemplo en el Codex Calixtinus. Aunque el documento de Santa Marta no lo dice, las oraciones del monarca debieron surtir el efecto deseado, pues de otra forma no se explica la generosa dotación inserta a continuación: todo cuanto pudiera tener de realengo o de condado dentro de su coto, según fue fijado por su bisabuelo Fernando I.

Fundaciones monásticas en los Valles de Benavente (Siglos IX-XII)

Imagen de Santiago peregrino de Santa Marta de Tera

Tímpano de la iglesia de San Martín de Castañeda

Así pues, una buena parte de los peregrinos, bien en tránsito hacia otros centros o como destino final, acudían a este lugar con la esperanza de encontrar alivio o remedio a sus padecimientos, al amparo de las propiedades taumatúrgicas de las reliquias depositadas, contando además con el precedente y aval real digno de toda solvencia.

Pero no fue este el único caso de la región documentado de visita y veneración de reliquias en la Edad Media. Existieron otros muchos templos honrados con la posesión de despojos sagrados, relacionados de una forma u otra con las peregrinaciones. Veamos algunos ejemplos: En 952 con ocasión de un célebre juicio sobre la posesión de las pesquerías de Lago de Sanabria los testigos fueron llamados bajo juramento ante las reliquias de San Pedro y de otros santos depositadas en la iglesia fundada en San Pedro de Valdespino de Sanabria. Muy pocos autores han reparado en este breve pasaje, a pesar de ser un diploma muy conocido y citado, pero su contenido parece sugerir la existencia en Sanabria de un monasterio anterior a San Martín de Castañeda, dotado de especial devoción por los habitantes del valle.

En 1182 don Lope, freire del hospital de San Juan, entregaba al obispo de Oviedo la tercera parte de los diezmos de la iglesia de San Juan de Villafer, en el arcedianato de Benavente. La iglesia había sido construida por Suario, arcediano de Benavente, en fechas anteriores, dotándola de las inevitables reliquias. También parece que contaba con despojos de diversos santos el monasterio de San Miguel de Castroferronio, junto a los ríos Tera y Almucera, según un documento de 1015. En 1216 tuvo lugar la consagración de la iglesia de Mózar de Valverde por Pedro, obispo de Astorga. El epígrafe conmemorativo incluye la nómina de las reliquias depositadas, entre otras las de los santos Pablo, Ágata, Cecilia y Pedro.

Reliquias correspondientes a Santiago el Mayor se custodiaban en el monasterio de Moreruela, dedicado en un principio al apóstol peregrino antes de su reforma cisterciense. La colección diplomática de Moreruela recoge varios ejemplos de esta advocación hasta el año 1163. Pero los despojos venerados en el cenobio alcanzaban a otros ilustres representantes de la santidad. Ambrosio de Morales, ya en el siglo XVI, hizo una relación bastante detallada de los mismos:

"En el Retablo con dos rejas doradas colaterales al Santisimo Sacramento estan cerradas dos arcas de talla doradas, de tres quartas en largo, y media vara en alto con la tumba, en que estan muchas Reliquias. En la una está la mitad del Cuerpo de S. Froylan, que se lo dió la Iglesia de Leon de mucho tiempo atrás. Son los huesos cinco Canillas diversas, una espalda, y algunos espondiles y costillas: no hay mas Escritura ni testimonio que la tradicion de haber venido asi de unos en otros. Tienen también un gran paño, como media sabana, en que vinieron los huesos envueltos quando los trugeron de Leon: está toda labrada de Leones, y no parece muy antigua. Tienen un gran hueso de S. Blas con no mas testimonio de la tradicion, y que toda la tierra de tiempo muy antiguo tiene gran devocion con esta Reliquia. Todas las demas Reliquias son menudas".

Abundando en el tema, Yepes añade a esta relación fragmentos del Lignum Crucis, reliquias de San Benito y San Bernardo, y otros huesos no concretados pero de gran devoción popular, teniendo los monjes cistercienses el conjunto por la mayor riqueza y tesoro existente en la tierra.
El monasterio de Nogales fue otro alto en el camino para los peregrinos y los devotos de las reliquias. Nuevamente es Ambrosio de Morales quien, con cierto escepticismo, nos da cuenta de sus "tesoros" y de su poder de atracción para la religiosidad popular:

"Reliquias tienen muchas menudas: las mas principales son una Canilla de Santo Antonio de Egypto, metida en un brazo de plata. Los testimonios desta Reliquia son el antiguedad y riqueza del engaste: la tradicion que viene de muy lejos. Asimismo es grande, y muy antigua la veneración en que esta reliquia es tenida, y la devocion general de toda la tierra. El hueso es un palmo en largo, y está guardado siempre dentro de la Custodia del Santisimo Sacramento. Tienen una Canilla de Brazo quasi entera de S. Lorenzo, envuelta solamente en un tafetan, sin mas testimonio que una tradición antigua, que ha venido de unos en otros".

De San Martín de Castañeda, Morales afirma no contar con reliquias, ni libros, ni enterramiento real, por haberse quemado en tiempos pasados el monasterio. Si bien, posteriormente Yepes corrigió al célebre cronista cordobés, al menos en lo concerniente a los libros y documentos.

Así pues, las reliquias y todo el fanatismo que giraban en torno a ellas eran uno de las motivaciones esenciales para acudir en peregrinación a uno u otro monasterio, existiendo una relación proporcional entre la afluencia de visitantes y la cantidad y la calidad de los despojos atesorados. En la misma línea, también serían objeto de veneración los sepulcros correspondientes a miembros más destacados de la realeza y la alta nobleza, de los abades de los monasterios y de aquellos personajes de reconocidas virtudes espirituales a los ojos de los devotos.

Sala capitular del monasterio de Moreruela

Arquetas-relicarios procedentes del monasterio de Nogales

Lipsanoteca de Santa Marta de Tera

Lipsanoteca de Santa Marta de Tera

viernes, 4 de junio de 2010

Aguas para navíos de tres puentes - Una excursión al Lago de San Martín de Castañeda en 1847

Chronica Minora

En la revista "Semanario Pintoresco" se publicó en 1852, concretamente en su número 48 de 22 de noviembre, un largo artículo dedicado al Lago de Sanabria (Zamora). El relato, a medio camino entre la estampa costumbrista y la evocación poética, es la crónica de un viaje en la que se deja sentir con fuerza la impronta del romanticismo decimonónico. Al margen de su interés específicamente literario, el viaje proporciona algunas noticias relevantes sobre la situación del monasterio de San Martín de Castañeda en los años posteriores a su desamortización, así como una breve descripción de la Isla de las Moras y las ruinas del palacete-pescadero del Conde de Benavente. Acompaña al artículo un magnífico grabado del Lago de Sanabria, realizado a partir de un dibujo antiguo de los propios monjes cistercienses.
El texto viene firmado por "El Hijodalgo", quien dice ser originario de tierras cántabras y haber realizado su periplo por Sanabria en 1847. Se transcribe a continuación una versión extractada de su contenido:

"He viajado por tierras tan desconocidas cono las islas del mar Pacífico, y más dignas de curiosidad, todo sin salir de España. Esclavo de mi conciencia, hubiera creído faltar a los deberes que allí me llevaban, si me hubiese detenido a tomar una nota o bosquejar un monumento; hoy me lastimo, y aunque no me arrepiento, conozco hubiera sido también servir a mi patria. El que más ha perdido soy yo, y esto me consuela. Sólo me quedan recuerdos, y antes que una vida agitada acabe de borrarlos, quiero contar algo sobre el lago de San Martín de Castañeda.
El día de San Juan de 1847 salí de Doneé, pueblecito situado al pie de la sierra divisoria de los antiguos reinos de León y Galicia, despidiéndome de su hospitalario párroco, que es también el mejor cazador de la Sanabria, y aún do toda la provincia de Zamora. Mis compañeros de viaje eran, un antiguo oficial de caballería que había hecho la guerra contra Cabrera, y un licenciado de ejército de la misma procedencia, tan valiente como tuno, según más adelante pude conocer. Servíame éste de espolista, cocinero y ayuda de cámara, conduciendo en un rocín el arsenal heterogéneo, necesario en una comarca donde se hallan menos víveres y comodidad que en Sandwict o Taití. Después de atravesar una sierra estéril , bajamos al hondo valle, donde el pueblecito de Trefacio ostenta una linda iglesia en medio de arbolados. Parece una cañada del Asia Menor, arrojada en medio de aquella tierra salvaje. Continuamos aún bastante tiempo subiendo y bajando cerros, por unos caminos que pudieran llamarse canales en seco. En vano, apoyándome sobre los estribos, alargaba mi ya bastante larga persona; nada veía más que las zarzas y espinos de ambos lados del camino. Su anchura correspondía a las demás cualidades, y un carro del país, que venia en dirección contraria, nos obligó a retroceder casi un cuarto de legua, para hallar un sitio donde, como si asaltáramos una barricada, pasamos por entre el carro y las zarzas, dejando en estas parte de la ropa, por trofeo del vencimiento.
Lo dí todo por bien empleado, porque a doblar la última loma se ofreció a mis ojos, de golpe, un espectáculo soberbio, y el más adecuado a mis gustos. Inmóvil sobre mi caballo, en lo alto del cerro, veía a mi derecha el convento y pueblo de San Martín de Castañeda; un edificio magnífico, en medio de las más ruines cabañas; a la izquierda un bosque intacto desde el diluvio; al frente una sierra, un peñasco, más bien gigantesco, sin un árbol, sin una mata; a mis pies el lago, tan claro y terso que la razón sola podía conocer que aquella masa, del azul más puro, era líquido y no cristal. Aunque la mañana estaba avanzada, el sol, que asomaba por detrás de la montaña, en cuya ladera está el convento, no alcanzaba a éste con sus rayos, y sumido en oscuridad relativa, parecía aun más misterioso y poético; en cambio, lo verde del bosque, el azul del lago y los blanquecinos peñascos de la sierra, brillaban en todo su sencillo, al par que grandioso esplendor [...]
Y apretando las espuelas llegamos al convento a la sazón que salia su antiguo prior, hoy párroco del pueblo. No sé que especie de masonería existe para los que han nacido entre montañas, que al momento se entienden si en ellas se encuentran. Son una especie de madre común que conoce a todos sus hijos, y en el modo de gozar estos de su regazo se reconocen también por hermanos. A muy pocas palabras que con el prior cambié, se nos franqueó la celda prioral y las provisiones de un fraile Bernardo; no digo más en su elogio. Satisfecha la hambre del viajero, el montañés volvió a sus instintos; y como durante el almuerzo se habló de una fuente muy rara, situada al otro lado del lago, en frente del convento, me propuse verla [...]
¿Qué clase de obstáculos existen? Vadear el Tera por los cañales (me contestaron), cosa que algunos hacen, y seguir después la orilla del lago, hasta encontrar la fuente, cosa que nadie ha hecho. -Pues debe ser lo mas fácil.- Así parece desde aquí, me dijo el prior abriendo un balcón, desde el que todo el lago y sus márgenes se divisaban; pero aquellos montones de rocas que forman la orilla, le parece a V. fácil trepar por ellas, y ni posible es; aún es más temerario intentar cruzar por los matorrales que de entre ellas nacen, y suben por toda la pendiente hasta formar el bosque impenetrable; en cuanto a lobos y culebras, que tampoco faltan, es lo de menos.- Tiene V. razón, contesté, y fuera más prudente dormir la siesta en la poltrona prioral; pero he perseguido a las gamuzas en los picos de Sejos, y a los jabalíes en los montes de Palomera, con todos los obstáculos que V. me pinta, y uno además, algo más serio: la nieve. Así que... hasta la vuelta [...]
Nada tenía esta de particular al pronto, pero después... después de gastar dos horas largas en la más fatigosa y arriesgada expedición que jamás emprendí, me volví cuando precisamente llegaba a pocos pasos de la maldita fuente. Tuve el trabajo y no la gloria. Así me sucede en todas mis empresas. Un tomo no bastaría para describir lo que sufrí, y aún hoy se me eriza el cabello al recordar cuando, dejándome deslizar por una roca, creyendo alcanzar otra con los pies, me faltó media vara, cuando ya mis brazos agarrotados no podían sostener el peso del cuerpo, ni volver atrás. A más de veinte pies me esperaba en la caída, no el lago, que eso fuera lo menos temible, sino una cama de peñas aguzadas en las formas más caprichosas. Con una resolución desesperada me dejé caer a plomo sobre la punta de la roca inferior, no más ancha que la palma de la mano, y logré sin mantener el equilibrio, hacer nuevo empuje para lanzarme a otra situada al costado, y muy pendiente, a la que me aferré como pude, destrozando las uñas para salvar lo demás. No se pueden describir cosas semejantes.
Volví al convento cabizbajo y mohino, y gracias a la suculenta comida preparada en mi ausencia, no me quedó de mi empresa sino la satisfacción de haberla intentado, y... algún escozor en las desolladuras. Debió, no obstante, conocer el bendito prior que la fuente me ocupaba todavía, y con aquella sorna que los hombres de experiencia gastan con los entusiastas, empezó a decir en voz melosa, que él “había ido a la fuente con más comodidad que en la carretela de mejores muelles, con un movimiento sosegado y blando, como el de... una lancha”. -Una lancha! Hablarais, santo varón, para mañana. ¿Una lancha? ¿Dónde está? ¿A quién hay que pedirla?- Ea, ya volvemos a las andadas; cachaza, cachaza, y todo se arreglará [...]
Ya no era cosa de reparar en pequeñeces, y nos lanzamos al Ponto, aunque precisamente entonces empece yo a temer, porque si siempre me ha parecido bien atreverme a lo que otro hombre se atreva, un borracho no es un hombre. Previne a los remeros que se dirigieran a una islita situada a la parte superior del lago; pero tantas islas, penínsulas, y aún nuevos mundos, tenían en su cabeza, que tan pronto íbamos a un lado como a otro. La Providencia debió ser la que a la isla nos condujo. Esta es muy pequeña; sólo tiene algunos arbustos, y las ruinas de una casita edificada por los condes de Benavente, antiguos dueños del lago. Si no temiera extenderme demasiado, contaría también la historia de la ruina y abandono de la casita; pero una noche tempestuosa, un lago cuyas aguas crecen y todo lo tragan menos una débil barquilla, y en ella una condesa en deshabillé, y un paje poco más o menos que en sus brazos la salvó, o la perdió, sobre lo que hay opiniones, son cosas más interesantes vistas que escritas.
Desde la isla nos dirigimos a la fuente, y cuando las cabezas de nuestros remeros, ya más frescas, iban disipando mis temores, una nueva circunstancia los reprodujo con más fuerza. Me tengo por buen nadador, y mirando las cosas por el último lado que siempre las miro, por el del egoísmo, me dije a mi mismo que en un fracaso podría llegar nadando a la orilla. Pensaba esto, cuando un ladrido me hizo volver la cabeza. Numancia se había quedado en la isla. Hice volver la lancha, y cuando faltaba poco para llegar, la perra se echó al lago nadando hacia nosotros: medio minuto tardaría en emparejar con la lancha; quiso subir y no pudo; al cogerla por el pescuezo conocí la causa, sintiendo en mi mano el agua más fría que jamás he palpado, y que es seguro no sufrirá un ser humano [...]
Un fuerte olor, corno de huevos podridos, me dijo antes de llegar a la orilla, que la buscada fuente era de las sulfurosas. ¡Oh poder de una imaginación joven! me creí descubridor de un tesoro, y veía la humanidad podrida levantándome estatuas [...] El manantial que ví es tan escaso, que no pasará de una pulgada cúbica. En cambio tiene una agradable temperatura, como de agua tibia, y está sumamente cargado del principio sulfúrico. En dos segundos tiñe de negro una moneda de plata, y en la roca donde brota, a la altura de dos o tres varas sobre el nivel del lago, deja abundante sedimento blanco, parecido al hollín. Esta fuerte saturación paréceme que anuncia un gran depósito, que debe tener más desaguaderos a la inmediación, o bajo el nivel de las aguas del lago [...]
Volvimos a cruzar el lago por todo su ancho, y desembarcamos al pie del convento. Al ver el porrazo que el exoficial se dio por saltar más pronto a tierra, sin contar con el balance del bote, se me figuró ver a César en circunstancia parecida, diciendo a la tierra de África: "no te me irás; te tengo entre mis brazos". Ni volveré más al agua, debió añadir mi hombre en sus adentros, a juzgar por la mirada significativa que volvió al lago, al bote, y al cielo, por fin, en acción de gracias sin duda. ¡Con qué placer gozamos después de la cena, de la conversación del buen prior y de su tranquilo sueño! ¡Con qué sentimiento nos despedimos al día siguiente!
He sido un fiel narrador de lo que vi por mis ojos y toqué con mis manos. El plano del lago que ofrezco a mis lectores como objeto más curioso y antiguo que exacto, se debe a la bondad del prior Don F. C. (permítame poner sus iniciales en prueba de agradecimiento). Debió ser diseñado por algún religioso del convento, donde existía desde tiempo inmemorial. La escuela flamenca y el daguerreotipo nos tienen cansados de paisajes admirables y exactos; vaya pues uno raro. Si lo bautizara con el nombre de uno de aquellos grabadores alemanes de la Edad Media, se admiraría; no sé por qué se ha de tener en menos la obra de un fraile español reproducida por el señor N.
Para concluir, y en obsequio de los hombres metódicos que se fijan en lo positivo, diré que el lago de San Martín de Castañeda está entre las sierras que dividen las provincias de Orense, Lugo y Zamora; en territorio de la última, y tres leguas al N. E. de la Puebla de Sanabria. Tiene media legua de largo y un cuarto de ancho, poco más o menos. Admitiría navíos de tres puentes, hasta atravesar a las orillas; tal es su profundidad. Fue propiedad de los condes de Benavente, que le cambiaron al convento por los pastos do la sierra inmediata. En la era de libertad y ventura se vendió por mil duros, en papel, por supuesto. El convento también se ha vendido en poco mas, o acaso menos, de lo que costaría el hierro de sus balcones. A nadie inculpo; me lamento sólo. Ahí tenéis lo positivo, dejadme lo ideal". EL HIJODALGO.
Imágenes: 1. Panorámica del Lago de Sanabria; 2. Iglesia del monasterio de San Martín de Castañeda; 3. El río Tera en Ribadelago; 4. Lago de Sanabria y 5. Plano del Lago de Sanabria según grabado del "Semanario Pintoresco" [1847].